Siempre me ha gustado cerrar los ojos de los muertos. Padre dice que a los cadáveres se les cierran los ojos para que al alma no le tiente volver al cuerpo y pueda irse al otro mundo. No es verdad. Lo sabe cualquiera: el alma sale por la boca con el último suspiro, no por los ojos, y nunca se ha oído que una haya vuelto atrás. Yo les cierro los ojos para que descansen. Dónde se ha visto que nadie pueda descansar con los ojos abiertos. Alguien tiene que hacerles esa caridad.
Pongo los dos dedos, índice y corazón, sobre los párpados y, suavemente, como si fuera una caricia, se los deslizo hasta que dejo de ver el iris, hasta que ciego esa última mirada, inmóvil y perdida, parecida a la de Cirilo, el loco, que dice padre que nunca se sabe a dónde mira, y es verdad.
Ahora que no hay escuela, todos los días salgo del pueblo por la mañana con el Taco —el Taco es mi perro, el más esmirriado de su camada, no sabía ni mamar el pobre, así que le llamaron Retaco y yo le digo Taco— y camino por la vega del Matajón, que baja crecido y revuelto. Me llego hasta lo de Anselmo, junto al cementerio. Allí, pegado al muro que cerca sus perales y su finca, suelo encontrar alguno. Están manchados de sangre y de barro. Tienen los ojos muy abiertos, me esperan, no pueden empezar a descansar hasta que yo les cierro los ojos. Lo hago, es un momento, no me cuesta nada. Bueno, algo sí me cuesta, pero es más tarde, cuando oscurece y padre me manda a la cama. Entonces sueño y me acuerdo de los ojos; me miran y me asusto. Padre dice que de los sueños no se ha de tener miedo, que la luz los disuelve como el agua a la sal y desaparecen.
Después de cerrarles los ojos, me quedo un rato por allí, mirando los pájaros, o espantando con una pedrada a los perros famélicos. No tienen culpa los perros de su hambre, ahora todos pasamos hambre, pero no está bien que vayan a donde los muertos.
Cuando oigo el camión me escondo. A veces me subo a un árbol. Se bajan los hombres, esos con camisas azules, y los otros, los que dice mi padre cuando los ve: ya están aquí los puercos de la CEDA, que no sé lo que es, pero él siempre lo dice, y cargan a los muertos. Se los llevan al cementerio, a echarlos a la fosa. Entonces vuelvo a casa con Taco.
Voy hablándole. No puedo hablar de estas cosas con nadie. Padre se pondría como loco si supiera lo de esta ocupación mía; ni pensarlo. Y madre, mucho peor. Pero Taco sí, escucha y no dice nada, es un perro. A veces me mira, como los muertos, pero no es lo mismo, porque está vivo y me ve, y mueve el rabo. Y le cuento: ¿Has visto, Taco? Hoy le hemos cerrado los ojos al maestro y ya puede descansar; y a Jeremías, el boticario, que fue concejal; y a la mujer esa, Engracia, que la decían la roja porque era socialista, ¿no se lo oíste decir a padre? Y vamos recordando: ¿Sabes, Taco, que el Jeremías un día preparó dos recipientes de los que guardaba en la rebotica, con todos sus cachivaches de boticario. Los llenó con unos líquidos claros como agua, me pidió que los mezclara y, al juntarse, se volvieron del color del vino tinto? Los dos nos quedamos mirando fijamente el milagro, él sonriendo y yo con la boca abierta. Ahora él ya no mirará más con sus ojos, que se los acabo de cerrar.
Y el otro, el de los ojos claros, el maestro, nunca me pegó y ya es raro, que por aquí un pescozón es de lo más natural que te caiga en la coronilla. Y más a mí, que mira si soy trasto. Eso dice madre: es que eres un trasto. Aquel día, me acuerdo, algo habría hecho yo, las organizaba buenas, y el maestro, el señor Pascual, me castigó: aquí te quedas, en clase, y ni se te ocurra salir para nada, me dijo, ni te muevas. Mientras, los demás tuvieron recreo. Me entraron unas ganas locas de mear, pero pensé, nada, ni moverme. Cuando no pude aguantar más, acabé meando en la pared del aula. Ni se te ocurra salir para nada, había dicho el maestro. Se armó una gorda cuando volvieron del recreo. Para una vez que obedeces al pie de la letra, también tienes que liarla, dijo, pero ni entonces me pegó, era bueno. Ahora descansa, ya le cerré los ojos.
Hoy me he levantado temprano. Lo primero que hice fue acercarme a la cocina, a ver si había algo para desayunar. Algo de pan había, sí, pero madre estaba rara, con los ojos hinchados. Comí en silencio y no me dijo, como siempre, ya basta, que hay que dejar para los demás. No le pregunté por lo de sus ojos. Desde hace unos años, desde que empezó todo, en casa no se pregunta o si se pregunta, nadie contesta. Me lavé la cara en el balde sin que me obligaran, me puse las abarcas y salí con Taco hacia lo de Anselmo. Cuando se tiene una responsabilidad como la mía, no se puede fallar ningún día, ni aunque granice y se te hielen las orejas, o las narices, no sé que es peor. Los demás niños no tienen un trabajo así de importante. A lo mejor, el Juan, que es campanero y toca a las doce todos los días y el cura le da unos reales, pero no, qué va.
Caminé, llegué al pie de la tapia. Cerré los ojos de los cuatro muertos que había. Esperé un rato por allí, hasta que llegó el camión, viendo una urraca picotear entre las matas. Después Taco y yo arrancamos, camino a casa, charlando: ¿Has visto, Taco? Hoy le hemos cerrado los ojos a padre y ya puede descansar...
Por primera vez, durante el camino de vuelta siento un peso enorme en el pecho que apenas me deja respirar. Tengo que sentarme a la orilla del camino, en un tocón lleno de musgo, y me pongo a llorar. Taco, desconcertado, hace cabriolas a mi alrededor.